Un homenaje materialista a Benedicto XVI

No por mi boca, sino por la de Gustavo Bueno  (iniciador del materialismo filosófico) y la de José Ramón Esquinas (compañero y amigo e...



No por mi boca, sino por la de Gustavo Bueno (iniciador del materialismo filosófico) y la de José Ramón Esquinas (compañero y amigo en Izquierda Hispánica, es el materialista filosófico que conozco con mayores conocimientos tanto de escolástica católica como de materialismo dialéctico soviético). Y lo hago con una selección de párrafos escogidos de ambos, representantes de un resumen de lo que el materialismo filosófico tiene que decir sobre el catolicismo, más allá de folclorismos propios de conversos recientes desde el ateísmo rancio a un catolicismo sociológico cercano a los sectores más ultramontanos de la Iglesia Católica:


Gustavo Bueno, "Dios salve la razón", en VV. AA., Dios salve la razón, Ediciones Encuentro, Madrid 2008, pp. 57-92 (también disponible en: http://www.nodulo.org/ec/2009/n084p02.htm):


La racionalidad no puede ser predicada de Dios, del Dios de la Teología natural de Aristóteles y sucesores. Del Dios de la Teología natural, en cuanto entidad simple (Acto Puro, sin composición hilemórfica, por tanto) e inmóvil (que no admite, en consecuencia, transformaciones en su seno), no se puede predicar la racionalidad. Aristóteles se arriesgó a asimilar al Acto Puro y Motor Inmóvil con el pensamiento humano; pero se trataba de una asimilación analógica, que destruye su propio fundamento porque mientras el pensamiento humano es el que procede discursivamente «por composición y división de objetos», el pensamiento divino no necesita de objeto exterior alguno que pueda dividir o componer. Es autista, porque el «único objeto» digno de sí mismo es su propio pensamiento (kai estin he noesis noeseos noesis, Metafísica, XII, 9, 1074b 34). Por este motivo, desconocemos el contenido del pensamiento divino («sólo Dios es teólogo») y sólo podemos decir de ello algo negativo, a saber, que Dios no es racional. Dios no necesita hacer silogismos, no necesita del discurso, su «pensamiento» no tiene nada que ver con el pensamiento racional.

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La concepción hilemórfica de la racionalidad no incluye, desde luego, la violencia de sangre, pero tampoco la excluye.

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La Paz política o religiosa no expresa la condición originaria de un orden racional. La Paz es el resultado de un conflicto, de una guerra, por la cual un orden previo ha sido conculcado; un resultado mediante el cual alguna de las partes en conflicto logra poner (no necesariamente restaurar) un orden nuevo, y por eso la Paz es siempre la Paz de la Victoria, de una victoria siempre precaria sobre la que no cabe, por tanto, edificar una Paz perpetua efectiva (no utópica).

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[...] si una persona es racional lo será en el proceso de interacción con otras personas, pero no en su sublime «soledad autista»; por tanto, el Dios de Aristóteles no puede recibir tampoco por esta vía el predicado de racional, porque el Dios de Aristóteles no puede hablar consigo mismo ni con el Mundo, al que no ha creado y al que desconoce. En consecuencia, cuando se aplica el logos a alguna persona divina es porque está en relación con otras personas divinas; situación que las religiones monoteístas-unitaristas, tales como el judaísmo o el islamismo, no pueden contemplar, y sí en cambio la religión católica, por su dogma del Dios trinitario de la Revelación que estudia la Teología dogmática (y que no cabe confundir con la Teología natural).

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[...] el Universo no puede recibir el atributo de racional (como tampoco lo recibe el Dios de la Teología natural). En efecto, el Universo no es un todo efectivo (aunque se nos presente, en cuanto omnitudo sustantiarum, como resultado de una totalización de los fenómenos), porque el Universo no tiene entorno, y por ello no tiene contorno o bordes. El orden racional que atribuimos al Universo habrá que referirlo a diversas regiones categoriales del mismo (matemáticas, físicas, biológicas, etológicas, históricas, institucionales), pero no a su conjunto. Esto no quiere decir que las relaciones intercategoriales, dadas en el Universo, sean irracionales. Quiere decir que su racionalidad, si se constata, será en todo caso distinta o análoga a la racionalidad constituida en el ámbito de cada categoría.

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A lo que nos referimos es a la posibilidad de reconocer procesos de «degeneración de la razón» que puedan ser definidos a escala histórica (social, por tanto), y en función de los cuales la acción soteriológica de la religión (o del Dios revelado que actúa por su mediación) pueda ya atribuirse precisamente y específicamente al cristianismo, más que a las otras religiones del libro, o a cualquier otra religión, incluidas las secundarias.

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Mientras que los «trastornos de la razón», considerados a escala individual, se clasifican mediante conceptos taxonómicos nomotéticos genéricos y distributivos (que desbordan, en virtud de su forma, la adscripción a alguna religión determinada, puesto que en todas las religiones hay dementes de tipo semejante, como en todas las sociedades hay débiles mentales congénitos, de características taxonómicas similares), los trastornos de la razón que cabe delimitar en determinadas épocas históricas, es decir, las desviaciones, si puede llamarse así, de una racionalidad que ya hubiera cristalizado en alguna tradición institucional, permite y requiere un análisis llevado a cabo mediante conceptos idiográficos o, al menos, específicos. Y esto significa, que si en el curso de estas desviaciones de la racionalidad, delimitadas a escala histórica, puede reconocerse la acción soteriológica de una religión precisa que, como la cristiana, apela a Dios como norma de la salvación, ya podremos conceder que encierran algún sentido las palabras de quienes ruegan a Dios que «salve a la Razón», y no ya tanto en los términos teológicos o cuasimilagrosos del exorcista que se refiere a una racionalidad subjetiva y genérica, indeterminada por tanto, sino en los términos histórico positivos del analista que se refiere a desviaciones o trastornos específicos de una racionalidad ya especificada y definida en términos positivos, dentro de coordenadas culturales y sociales precisas, y susceptibles de recibir la influencia correctora de instituciones también precisas, y, entre ellas, la influencia de esa «institución divina» característica que es la Iglesia católica.

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Entre las múltiples figuras de las desviaciones de la racionalidad que afectan a instituciones racionales históricamente consolidadas en el sentido dicho, nos referiremos aquí a cuatro tipos de desviaciones o trastornos característicos:

A) Desviaciones o trastornos de orientación supersticiosa, en el sentido amplio que incluye por ejemplo a la magia negra o a la magia blanca –«teurgia»–, a los fetiches, a los talismanes, amuletos, conjuros, encantamientos, hechicerías, sortilegios, horóscopos, adivinaciones... que renacen con inusitado vigor en las sociedades industriales de nuestros días. Si hablamos aquí de supersticiones es para recoger los «bucles» o «divertículos» (no sólo individuales, sino grupales, propios de bandas, heterías, sectas) que generan desviaciones de la «corriente central» de alguna racionalidad que discurre por los cauces ordinarios. 

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B) Desviaciones o trastornos (de orientación mitológica o ideológica delirante) que, sin perjuicio de sus componentes racionales, conducen a figuras que podrían llamarse monstruosas o irracionales, por relación a otros cánones de racionalidad que hayan sido institucionalizados como tales, por ejemplo, el canon de la causalidad material, el canon de la demostración geométrica, &c. 

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C) Desviaciones de orientación escéptica o nihilista, en versiones suyas tales como el relativismo, la trivialización o el «posmodernismo».

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D) Registraremos también, como desviaciones de la racionalidad, los dogmatismos o fundamentalismos institucionales, es decir, aquellas situaciones en las cuales determinadas corrientes de racionalidad no pueden mantener una coexistencia recurrente con otras corrientes instituidas de su mismo género, y se declaran incompatibles con ellas, tendiendo por tanto a reducirlas, a neutralizarlas, o incluso a destruirlas. Lo que ordinariamente conocemos como dogmatismos o fundamentalismos podrían redefinirse acaso como resultantes de las tendencias de algunas corrientes institucionalizadas específicas a reducir, neutralizar o desbordar a las otras especies de su mismo género mediante el mecanismo de bloqueo y de impermeabilización ante el reconocimiento de sus componentes racionales.

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El cristianismo, al oponerse a las supersticiones, estableció un canon de racionalidad que salvó en los siglos sucesivos, y en numerosas ocasiones, a la razón de la «hemorragia supersticiosa». La misma conducta de los inquisidores (sobre todo en la Inquisición española) representó en muchas ocasiones un principio de racionalidad ante la pululación de fenómenos patológicos –aquelarres, posesiones y obsesiones diabólicas, brujerías...– que habitualmente se atribuían a Satán, o ni siquiera. Frente a los ardides perversos de los Genios malignos capaces de aterrorizar a los hombres, el Dios cristiano ofrecía una garantía de economía, de sobriedad y de seguridad entonces inexpugnable. 

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La lucha continuada de los teólogos cristianos contra el gnosticismo (San Ireneo, San Hipólito, Lactancio...) representa, en cierto modo, la victoria de un racionalismo más potente, actuando en el mismo campo del delirio gnóstico. La teología dogmática que fue surgiendo a lo largo de los siglos, a partir de estos debates, en gran medida ateniéndose al canon racionalista de la filosofía griega (de Platón a Aristóteles o Plotino, el «antignóstico» por excelencia), y que culminó en los grandes sistemas de San Basilio, de San Agustín, pero sobre todo de Santo Tomás de Aquino, representó la victoria del canon racionalista trinitario, y no precisamente en el sentido de una mera recuperación de la filosofía griega. Porque la teología católica, precisamente en su proyecto de exploración de los dogmas revelados por el Verbo divino mediante «la razón» –es decir, mediante el canon racionalista establecido por los grandes filósofos griegos– logró transformar muchas de las ideas griegas en otras ideas que fueron precursoras de algunas de las ideas modernas más señaladas, pongamos por caso, la Idea de la Sustancia material con locación no circunscriptiva, es decir, incorpórea, implicada en la teoría de la transustanciación eucarística, y precursora de principios de la teoría electromagnética o de la física cuántica.

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El escepticismo universal, el nihilismo, el relativismo, el subjetivismo psicologista, &c., podrían entenderse como los sumideros en los cuales terminan deslizándose múltiples corrientes de racionalidad que, tras enfrentamientos mutuos, han ido emulsionándose, complicándose, fragmentándose, y desviándose de sus propios cursos originarios.

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En la medida en la cual este escepticismo universal, en cualquier época, pueda considerarse como una desviación que, en su grado límite, suele experimentar la racionalidad respecto del curso normal de su propia corriente, cabría ver también la fe en el Dios omnisciente y humano de la Teología cristiana como una medicina que ha salvado y aún puede seguir salvando a muchos grupos de personas de esa dolencia extrema de la razón, que no puede ser derivada de factores exógenos.

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Al fundamentalismo y al dogmatismo podrían atribuirse etiologías de sentido opuesto a las que hemos atribuido al escepticismo universal, porque ahora no estamos ante los resultados de un enfrentamiento entre diferentes corrientes racionales que corren el peligro de destruirse mutuamente, sino a un enfrentamiento en el cual una de las corrientes cree haber anulado a todas las demás, proclamándose intencionalmente como la única victoriosa, dando por supuesta su victoria futura. Y esto puede ocurrir porque las otras alternativas se dan por vencidas o por lo menos desfallecen en su propio impulso.

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Por último, el fundamentalismo religioso en su forma de fideísmo dispuesto a acatar las revelaciones y mandatos de un Dios voluntarista irracional y atrabiliario, cuya lógica no tiene por qué estar sometida a la lógica humana –el Dios de Calvino, que Max Weber puso en los orígenes de un capitalismo movido por la desesperación– encontró su correctivo salvador en el Dios sensato, racional y «prosaico» de la Teología católica, en el Dios de la razón económica, del do ut des, que justificaba como recurso dotado de gran funcionalismo racional y económico, dentro de sus límites, incluso la «venta de las indulgencias»; de un Dios que está, en efecto, mucho más cerca del racionalismo económico desplegado en el curso del capitalismo moderno, tal como lo explicó no ya Max Weber, sino Carlos Marx.


José Ramón Esquinas, Dios condene la sinrazón, El Catoblepas, nº 84, febrero 2009, p. 18 (http://nodulo.org/ec/2009/n084p18.htm):


Si merece la pena centrarse en el texto de Gustavo Bueno y no en los del resto de autores, no es por simpatías personales –que aunque las haya son intrascendentes– sino porque el texto de Bueno presenta el mayor interés objetivo al ser el único que se atreve a «traducir» un texto homilético al «lenguaje» de una filosofía materialista académica. Preciso que cuando afirmamos que se trata de un texto homilético no lo hacemos aquí en tono peyorativo –«homilía soporífera», «homilía sofística»– sino tal como lo entiende precisamente la disciplina que suele incluirse en la llamada Teología de la Acción Pastoral denominada Homilética, entendida como «ciencia y arte de predicar públicamente la Palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia Católica». Y como se entiende que esa Palabra de Dios y esas enseñanzas van dirigidas virtualmente a todo el mundo, su carácter es mundano y no se confunde con un tratado sistemático de Teología.

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No está, tampoco, claro el motivo de este silencio por parte de la filosofía y teología católicas ante el materialismo filosófico. Por supuesto, bien pudiera ser debido a que el materialismo filosófico fuera tan minoritario y estuviera tan constreñido a una región que acaso pudiera ser despreciado como «curiosidad pintoresca» de Asturias. Pero también podría pensarse que la degradación filosófica de la misma Iglesia Católica –a partir del Concilio Vaticano II– haya corrompido de tal forma su tradición que ya sólo le queda el engolfamiento hermenéutico y doxográfico dejando a un lado el enfrentamiento con enemigos dialécticos que dado que no puede refutar, prefiere ignorar, no fuera que su estado de podredumbre quedara al descubierto.

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[...] la razón no es un sujeto que pueda «desencantarse» como si fuera al teatro y no le gustara lo que ve allí, y segundo, porque es simplificar demasiado pensar la Segunda Guerra Mundial como producto del «enloquecimiento» causado por demasiada «razón instrumental». Muchas de las críticas a la «razón instrumental» esconden un dualismo metafísico simplón que viene a asimilar la «razón instrumental» con el mundo físico, las ciencias positivas o con el materialismo canalla para contraponerle así los «valores espirituales» que estarían por encima de esa razón instrumental. Interpretar la crítica de Bueno como una crítica a la «razón instrumental» que se concibe como absoluta y encima explicar con ello nada más y nada menos que la Segunda Guerra Mundial olvida otros muchos aspectos que están incluidos en el análisis de Bueno y que lo dotan de mayor profundidad. Siguiendo con el ejemplo de la Segunda Guerra Mundial y según las claves que aporta Bueno, podría afirmarse no sólo que es fruto de la «razón instrumental» sino también fruto del enloquecimiento producido por los «delirios gnósticos y supersticiosos» de los nacionalsocialistas –sus creencias supersticiosas están más que probadas– incluido su fideísmo de tradición cristiano-luterana tanto como puede sacarse a colación el «delirio antisemita» de raigambre católica medieval muy presente en Alemania incluso tras la Reforma. Pero además, también, sin dejar las mismas coordenadas del materialismo filosófico, podría achacarse la Segunda Guerra Mundial al fundamentalismo democrático (liberal y socialdemócrata) de las democracias homologadas –Gran Bretaña, Francia– que dejaron a Hitler que, democráticamente, llegara al poder. El Dios católico nos ha salvado, por tanto, no sólo de la «razón instrumental» cuyo origen fundamentalista, dicho sea de paso, puede rastrearse en la tradición judeocristiana –el mandato del Génesis: «dominad la Tierra»– sino también en la «razón fideísta» –si se me permite la expresión– y la «razón democrática».

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Mucho nos tememos que los católicos que hasta ahora han leído a Gustavo Bueno lo hacen desde su propia Idea monista de Bien o Verdad en la cual ambos se identifican aunándose en un Dios que es pura bondad. Quiero decir con esto que muchos de los católicos que escuchan hablar bien a Bueno de la Iglesia Católica entenderán que si lo hace es porque comparte su verdad –lo cual no es del todo una equivocación–, lo que ocurre es que para esos católicos la verdad de la Iglesia está en la relación religiosa con Jesucristo, al que rezan, cantan, confían y esperan acaso su retorno glorioso para juzgar a vivos y muertos. Un dios al que pueden adorar nocturnamente en horas de vigilia sintiéndose cada uno «religado» al estilo zubiriano. Son por tanto las categorías con las que se lee a Bueno las que impiden captar la crítica al propio catolicismo que supone el simple hecho de «traducirlo» a las coordenadas del materialismo filosófico.

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Gustavo Bueno, no sólo ha alabado sin más el catolicismo{14} sino que su alabanza es inseparable de su «traducción», es decir, de la crítica al catolicismo desde un sistema filosófico más potente que los sistemas filosóficos católicos, pues es capaz de asimilar las ideas más fecundas de ese catolicismo no sólo sin dejar de seguir siendo materialista, sino dando las claves para discernir las corrientes materialistas que existen dentro del catolicismo. Porque el Dios católico del que habla Bueno salva también a los católicos de sus mismos componentes irracionales y que muchas veces pasan como dogmáticos.

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Gustavo Bueno no se contenta con alabar al catolicismo, sino que muestra por qué y en qué puntos lo alaba.

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Frente al Vaticano I, que reconoce la armonía entre la fe y la razón, Gustavo Bueno disecciona el significado del Dios de Aristóteles –Teología natural– y lo contrapone al Dios trinitario de la Teología dogmática. Pero mientras que Benedicto XVI habla como si el Dios de la Razón natural y el Dios presentado por «Jesucristo encarnado» sean el mismo, Gustavo Bueno argumenta la propia inconmensurabilidad e irreductibilidad entre ambos. Esta identificación no niega la importancia histórica del propio catolicismo a la hora de establecer la separación entre ambas esferas. El catolicismo generalmente ha considerado al Dios de los filósofos como un «Dios preambular», es decir, un Dios de la Teología fundamental previo a la Revelación pero que seguiría siendo el mismo Dios: ambas nociones tendrían el mismo referente. Una vez que la Revelación es presentada, ésta reabsorbería limpiamente al Dios de los filósofos sin, aparentemente, ninguna contradicción. Gustavo Bueno muestra como la conjugación entre ambas Ideas es problemática y genera una serie de aporías que las diferentes filosofías o teologías católicas no han podido resolver.

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[...] mientras el Papa mantiene que para dialogar entre culturas y religiones hay que superar la «razón científica moderna» y llegar a una razón que incluya lo divino, desde el materialismo filosófico el diálogo sólo sería posible en el seno específico de esa «razón científica moderna» tal como la entiende la Teoría del Cierre Categorial. Porque un Químico católico puede «dialogar» con un Químico mahometano o judío, pero es porque en tanto que químicos han dejado de ser católicos, mahometanos o judíos. Es precisamente cuando se desborda esa inmanencia categorial de las ciencias modernas, cuando en el «diálogo» aparecerán nítidamente definidas las religiones positivas, religiones con contenidos positivos que están enfrentados los unos a las otras de tal forma que el diálogo es imposible.

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Tampoco ha sido destacado en las reseñas y comentarios del libro la crítica que el propio Gustavo Bueno hace de «Occidente» como una suerte de unidad clara y distinta. Y es que Bueno está lejos de una sustancialización «occidentalista» como a veces se espeta por parte de la progresía indocta. Tal es así, que las amenazas irracionales que Bueno analiza en estas líneas no provienen de un fantástico oriente, como si de forma maniquea se pudiera pensar que de Oriente procediera el mal y de Occidente la Razón y el Bien, sino que muchos de esos delirios gnósticos proceden justamente de la más clásica tradición occidental.

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La cultura occidental, como todo complejo y morfodinámico –suponiendo que tal cultura pudiera delimitarse–, lejos de ser una sustancia, presentaría en su interior multitud de formas que no se dejan unificar en una unidad armoniosa, y otras que, aunque por génesis pudieran ser llamadas occidentales, por estructura la habrían desbordado. Porque tan propia de la «cultura occidental» es la Inquisición como la brujería que combatía; tan propio de «occidente» son los delirantes mormones y los merinitas como lo son Santo Tomás de Aquino o Newton, sin vernos por ello llevados a afirmar una ecualización de todas estas instituciones.

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El materialismo filosófico, como crítica radical a la misma Idea de subjetividad, entiende la racionalidad inseparablemente de las instituciones que van constituyéndose. Por eso, aunque las instituciones sin un sujeto corpóreo operatoria carecerían de sentido, pueden segregarse –«objetivarse»– y enfrentarse entre sí desplazando unas a otras llegado el caso de que una presentara una potencialidad tal que pudiera triturar o eliminar a la contraria. Por consiguiente, el materialismo filosófico no se ve conducido a minusvalorar la potencialidad de sus enemigos para ningunearlos, sino que es precisamente porque les reconoce su fuerza «institucional» –como hace Inocencio III– por lo que pueden destacarse en el enemigo los procesos irracionales que su propia racionalidad encierra.

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Si Dios salva a la razón es porque condena la sinrazón, o mejor dicho, si el Dios católico es capaz de combatir los procesos de irracionalidad que se han dado en el mismo seno de «occidente» es porque los ha condenado. Y los ha condenado no «en su fuero interno» sino con anatemas, hogueras y ejércitos; y es que la Idea de razón, al margen de los sujetos corpóreos operatorios y de las instituciones que se van conformando, recae en la metafísica. Vuelve aquí la tradición católica materialista que niega como herético que todos los hombres alcancen de hecho la salvación. Porque si se admite que todos y todo se salva, la misma Idea de salvación se desdibuja, deshaciéndose, teniendo que admitirse que la salvación va conjugada con la condenación, y que sin ambas Ideas la una se hace incomprensible o recae en la sustancialización.

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La Tradición cristiana, junto a la filosofía académica de raigambre helenística, ha sido ese «Dios que ha salvado la razón». Porque la Tradición cristiana, tal y como la ha entendido la Iglesia Católica es constitutivamente una Tradición institucional en la que se incluye no sólo el texto bíblico, sino también la liturgia, los rezos, la música sagrada, la arquitectura, las órdenes religiosas, la vida de una muchedumbre de santos, &c. Por tanto, la primacía que la Iglesia Católica ha mantenido de la Revelación frente a la Razón puede traducirse en muchos casos como la primacía de las instituciones en curso frente a un formalismo metafísico de consecuencias muchas veces delirantes por más que dijeran basarse –o precisamente por eso mismo– en el desarrollo lógico-deductivo de primeros principios tenidos como evidentes. ¿Acaso la postura católica en el uso de las imágenes –frente a la iconoclastia judía que compartió Jesús– no es una rectificación del delirio monoteísta que quiere impedir al hombre que piense sobre Dios destruyendo los materiales quirúrgicos desde los que puede hacerlo?

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Por todo lo dicho hasta aquí, diremos que el texto Dios salve la razón, es un termómetro para medir el grado de descomposición del catolicismo español. Pues lo que se espera de un texto semejante, tras su aplauso inicial, no sería otra cosa que el intento de refutación. 

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El materialismo filosófico no necesita negar que en la Biblia existan errores y contradicciones; no tiene por qué construirse míticos pasados sobre el cristianismo ni negar sus vínculos, tanto con los poderes políticos como en contra de ellos. No necesita conservar impoluto un prístino depósito de la fe ni guiarse por el magisterio ordinario del Sumo Pontífice. Pero no por ello recae en el nihilismo anticlerical que prescinde de las propias racionalidades que el mismo curso plural de la historia de la Iglesia Católica ha ido conformando, ni tiene por qué dejar de confrontar sus Ideas con las alternativas surgidas. Tal es la fortaleza del materialismo filosófico que es capaz de incorporar ese anticlericalismo como un logro histórico de la Iglesia.

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El escrito Dios salve la razón de Gustavo Bueno, junto al sistema filosófico sin el cual es ininteligible, está pidiendo una refutación por la misma impiedad y astucia que supone posicionarse frente a un texto del magisterio eclesiástico y a la vez traducirlo a un sistema intrínsecamente impío. A menudo no hay mayor desprecio que la tolerancia, y si los católicos han entendido lo que en dichas líneas se postula, no podrán sino intentar combatirlas contraponiendo a las Ideas del materialismo filosófico las Ideas de alguno de los sistemas filosóficos y teológicos católicos existentes. Si tendrán éxito o no sólo lo sabrán si deciden de una vez entrar en batalla.

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Para el materialismo filosófico, la filosofía académica no es una filosofía «emanada de la Universidad» o una filosofía «erudita llena de jerga incomprensible», ni mucho menos filosofía «letrada y versada en un saber doxográfico riguroso», sino que por filosofía académica entendemos un saber sistemático-crítico –no una ciencia– en tanto esa crítica se entiende como la clasificación de alternativas también sistemáticas dentro del propio segundo grado que se le supone a todo saber filosófico. Este saber académico genuino arranca de la tradición platónica y se despliega históricamente no sólo a partir de una predicación de palabra como si se transmitiera de alma en alma –de intelecto a intelecto o de cráneo a cráneo– sino que se despliega diaméricamente entretejida con instituciones objetivas tales como los estados o imperios –o incluso iglesias universales efectivas–, de los que toma mucho de esos materiales que tendrá que clasificar sistemáticamente. La filosofía académica, sin ser un saber nematológico fundido a los estados o imperios, es inconcebible sin ellos.

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Sin duda podría traducirse a su vez este carácter «diabólico» que habitualmente se adjudica al materialismo y para ello me serviré de una lección de mis profesores de teología que no se paraban de repetir que Cristo es el Símbolo de Dios –el que une a los hombres con Dios– y el Satán es el Diábolo de Dios–el que separa a los hombres de Dios–, pudiendo decirse entonces que el carácter «diabólico» del materialismo filosófico no estribaría en que separara a los hombres del «Dios verdadero, el Dios de Abraham» –esto también podría hacerlo el bingo, la pornografía o una ideología posmoderna al uso– sino en que al establecer su crítica sistemática sobre el monismo de la nematología católica tritura separando –dia-bolé– sus diferentes componentes y perdiendo así la sustancialidad que se le presupone. El que viva feliz con su Idea de logos aplicada a Cristo creyendo que es clara y distinta, se sentirá consternado por la «diabólica» presentación impía de otras alternativas a ese logos que no sólo muestran que múltiples alternativas son posibles, sino que al confrontarlas pueden presentarse más potentes y negar así al mismo Cristo.


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Santiago Armesilla: Un homenaje materialista a Benedicto XVI
Un homenaje materialista a Benedicto XVI
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Santiago Armesilla
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